Por tercera vez consecutiva se presenta Boliches en Agosto, ciclo de lecturas y música en el bar, matriz indiscutible de las letras, la política y la filosofía de nuestro país. Esta edición está dedicada a la figura de Juan Carlos Onetti.
Este evento tiene por objetivo la puesta en valor del “boliche” como espacio de tertulias e intercambio de ideas, que durante años albergaron generaciones intelectuales, políticos, filósofos y artistas.
Boliches en Agosto se realiza en distintos bares de Montevideo y este año participan once departamentos del Interior del país.
En el Bar Tasende
Invitado por el multifacético Rodolfo Santullo, me hice presente en el Bar Tasende (Ciudadela 1300), donde entre pizzas al tacho (la especialidad de la casa) y cervezas, pudimos disfrutar de una velada muy particular conducida por Jorge Daniel Díaz.
Invitado por el multifacético Rodolfo Santullo, me hice presente en el Bar Tasende (Ciudadela 1300), donde entre pizzas al tacho (la especialidad de la casa) y cervezas, pudimos disfrutar de una velada muy particular conducida por Jorge Daniel Díaz.
Sin saber muy bien de qué venía la movida hasta ese momento, Rodolfo fue invitado a leer uno de sus cuentos frente a un bar repleto de público. De entre un mazo de cuentos, eligió Perro Come Perro, teniendo en cuenta de que no podía excederse de los 10 minutos de lectura.
Finalizada la lectura, el jóven escritor cedió su lugar al polémico artista Dani Umpi, quien antes de comenzar, aclaró que sus breves cuentos tenían más de una década y que él no era muy bueno escribiendo... le tomamos la palabra. Con la bizarréz que lo caracteriza, Umpi se despachó con más de siete relatos que repasaban algunas de sus vivencias, todas ellas leidas como por un niño de 9 años.
Para cerrar la noche, Sara Sabah nos deleitó con su dulce voz por más de una hora, al ritmo del jazz, el bossa y la fusión.
Para quienes no pudieron disfrutar de la lectura, aquí los dejo...
Perro come perro
Autor: Rodolfo Santullo
Melilla huele a tierra. A pasto reseco. Al resultado de todo un día de sol volcado en una agobiante noche. Cantan los grillos como relevo musical de esas chicharras que no se callaron mientras la luz solar reinó entre estos terrenos cada vez más baldíos. Es casi medianoche y las calles están tan vacías como oscuras. Algún farol de mercurio ilumina cada tanto, así como algún peatón despistado mira asombrado mi Volskwagen pasar apretando el balasto. Pronto, sólo queda la luz del automóvil y amplios terrenos vacíos. Asoma alguna granja de cuando en cuando; y la luna escapa a los espesos nubarrones para mostrarme la tristeza de un campo árido y gris. Rebusco en la riñonera hasta encontrar otra vez el papel con la dirección. Quien me lo dio también dibujó un tosco mapa, incomprensible quizá hasta para él mismo. Mapa y dirección señalan una avenida y yo me niego a creer que la estrecha senda que a duras penas sigo merezca tal nombre. Me detengo a un costado del camino y prendo la luz interior del coche. Releo el papel. No hay más opciones que el camino que estoy siguiendo, y mi ruta ha sido tan recta y lineal que perderme parece imposible. Sin embargo, ya debería estar en mi destino y tan sólo estoy varado en el medio de la nada.
Obligo al Fusca avanzar a desgano, abandonando la banquina de pedregullo y agua estancada. Continúo adelante, sin demasiado entusiasmo. Los grillos se han callado hace rato y la ominosa noche parece querer tragarme. Tengo ganas de hacer sonar la bocina y así saberme no tan solo, o escuchar la radio, que sé descompuesta desde hace varios meses. Pero tan sólo sigo adelante.
Una luz rompe la monotonía negra. A un costado del camino hay una senda de tierra y un doble portón de madera. Un farol a mantilla cuelga de un largo palo a un costado del portón. Un hombre permanece recostado a los alambres que delimitan el terreno, sosteniendo distraídamente una escopeta de dos caños. He llegado a mi destino.
Mira mi Fusca con curiosidad. Es un hombre oscuro, de rostro como cortado a machete. Un sombrero le tapa la mirada. Hace un gesto vago e impreciso con la escopeta, señalando para adentro del terreno. Mientras me abre el portón susurra, confidente:
--Lo están esperando, periodista.
Una vez dentro, miro por el espejo retrovisor. El portero me saluda con la escopeta.
El reportaje de esta noche es algo especial. No todos los días se presencia una pelea de perros. Yo, por mi parte, jamás he visto alguna, salvo en alguna película. Y cubrir tal evento, ilegal por cierto, es algo tan insólito como inaudito. Sin embargo, he sido invitado con nombre y apellido. Me he granjeado un nombre como reportero “diferente” con varios asuntos delictivos, y mi tono imparcial y objetivo es respetado en el medio. Aún así, las razones de mi privilegio en esta noche son turbias. El Patrón ha aceptado mi persona sin peros, sin solicitarme límites, ni imponerme silencios. Tan sólo me ha hecho llegar una invitación verbal y el tosco mapa.
La reputación de El Patrón es legendaria. Vinculado anteriormente con la dictadura, hoy día se dedica a todo tipo de “negocios”. Una lista demasiado larga que aquí no merece espacio. Sólo puedo decir que una vez asistí a uno de sus combates de boxeo. A manos desnudas. El retador, un tal “Locomotora” Ortiz, terminó con conmoción cerebral. Se sacudía mientras lo sacaban en la camilla, espuma por la boca y espasmos en el cuerpo. Pregunté si lo llevaban a un hospital. Un tipo gordo, sentado detrás de mí, se río sonoramente. “Este pajero va directo al chiquero”, me respondió, mientras se guardaba el protector bucal de Ortiz como recuerdo. Después me enteré que el gordo tan sólo estaba siendo literal. Es así como El Patrón se libra de cualquier molesta evidencia.
La estancia es un solitario casco semiderruido a un par de kilómetros del portón que he dejado atrás. Estaciono el Fusca entre una docena de automóviles y camionetas, que aseguran la concurrencia de dicho evento. Matrículas de Montevideo, Punta del Este y Argentina. Evidentemente, hoy se celebra algún evento importante.
El Patrón me recibe en persona, flanqueado por dos corpulentos hombres, armados con escopetas iguales a la del portero. Nadie se sorprende de los hombres armados que caminan entremezclados con la asistencia rigurosamente masculina. Es El Patrón un hombre entrado en años, calvo, enjuto. En su cara llena de arrugas se destacan dos rasgos: los ojos negros hundidos en sus cuencas que parecen carecer de iris y ser sólo pupila, y el grueso bigote, negro como el cuervo, que tapa completamente su labio superior. Viste una camisa escocesa de brazos arremangados, con cuadros rojos y negros, unos pantalones pinzados de color caqui y mocasines marrones. Huele a sudor seco y tabaco, si bien parece no fumar o al menos no lo hace en mi presencia.
Bajo del Fusca que se pierde, modesto, ante la imponente compañía de los demás automóviles. Busco palabras apropiadas de saludo y me decanto por algo típico, sin gracia.
--Gracias por recibirme.
Mi voz suena cascada, mi garganta, seca desde que dejé Montevideo atrás, se carcome a sí misma, tragando una saliva que no tiene.
--Sí. –Contesta él sin mirarme siquiera. Su mirada vaga detrás de mí. Tanto El Patrón como sus dos guardaespaldas parecen concentrarse en el entorno. Lo veo respirar. Traga el aire con largas inspiraciones por la nariz. La boca, una línea apretada y fina supongo, es invisible bajo el bigote. Me siento lo suficientemente incómodo como para arrastrar estúpidamente los pies. Amago a caminar hacia alguna parte, si bien ellos no se mueven, ni parecen tener intenciones de hacerlo. Eventualmente, El Patrón parece abandonar su ensimismamiento. Me mira impasible, austero, indiferente. Comienza a caminar hacia el casco de la estancia. Los dos guardaespaldas me contemplan, inmóviles, hasta que lo sigo. Luego, nos escoltan a ambos de cerca. Tan cerca, que escucho sus profundas respiraciones mezclándose con la mía. Si El Patrón respira a la par nuestra, yo no lo escucho.
Me siento en la obligación de decir algo, de llenar con palabras el agobiante silencio que nos secunda, más pegado aún que los hombres con escopeta. El Patrón marcha adelante, abriendo paso entre los altos yuyos que rodean el edificio. Estamos bordeando la estancia.
--Desde ya quede tranquilo.—Comento.—No figurarán nombres ni lugares en el reportaje.
--Sí.—Repite él. Un solo y seco monosílabo, que parece cortar el aire. Busco desesperado decir algo, no sé por qué pero siento la necesidad de justificar mis nerviosos intentos de conversación. Algo tiene que hacer hablar a este hombre.
Llegamos atrás de la estancia. Un pequeño descampado, tierra seca cubierta de porquerías y desechos, sirve de antesala a un nuevo edificio. Todo el espacio está alumbrado por tres altos focos de mercurio. Una docena de grandes perros, pastores alemanes, mastines y algún gran danés, están echados en el suelo o se pasean lánguidamente sin prestar atención a los hombres que cruzan delante de ellos y entran en el edificio del fondo del terreno. Más indiferente es aún la treintena de gatos que pasean por el descampado, algunos de ellos acostado junto a los perros y particular atención despierta el siamés que porfía en atrapar la cola de un gran danés.
--Me extraña... —Digo, mientras intento abarcar con un gesto a los animales.
--¿Qué lo extraña?—Me interrumpe él, violentamente. Se detiene y su mirada me paraliza. Por primera vez, me mira directamente a los ojos. Inevitablemente, desvío la mirada. –Es todo cuestión de educación, amigo.—prosigue—Cuando se recibe la educación necesaria, todo queda claro, ¿estamos?.
No puedo contestarle. De entre los perros impávidos surge un Rott-Weiller negro como el carbón, que avanza con un trote corto y se detiene exactamente delante de mí. Me mira a los ojos y adivino los mismos ojos sin iris de mi anfitrión. Me estudia con detenimiento, sus músculos en tensión. La mandíbula entreabierta, los anchos dientes amarillos y un fino hilo de baba que oficia de cruce entre las fauces de la bestia. Un sudor frío se desliza entre mis omóplatos y la piel se me pone de gallina. No puedo ahora desviar la vista. El miedo a la muerte me hace contemplar a mi victimario casi con devoción.
Perro come perro
Autor: Rodolfo Santullo
Melilla huele a tierra. A pasto reseco. Al resultado de todo un día de sol volcado en una agobiante noche. Cantan los grillos como relevo musical de esas chicharras que no se callaron mientras la luz solar reinó entre estos terrenos cada vez más baldíos. Es casi medianoche y las calles están tan vacías como oscuras. Algún farol de mercurio ilumina cada tanto, así como algún peatón despistado mira asombrado mi Volskwagen pasar apretando el balasto. Pronto, sólo queda la luz del automóvil y amplios terrenos vacíos. Asoma alguna granja de cuando en cuando; y la luna escapa a los espesos nubarrones para mostrarme la tristeza de un campo árido y gris. Rebusco en la riñonera hasta encontrar otra vez el papel con la dirección. Quien me lo dio también dibujó un tosco mapa, incomprensible quizá hasta para él mismo. Mapa y dirección señalan una avenida y yo me niego a creer que la estrecha senda que a duras penas sigo merezca tal nombre. Me detengo a un costado del camino y prendo la luz interior del coche. Releo el papel. No hay más opciones que el camino que estoy siguiendo, y mi ruta ha sido tan recta y lineal que perderme parece imposible. Sin embargo, ya debería estar en mi destino y tan sólo estoy varado en el medio de la nada.
Obligo al Fusca avanzar a desgano, abandonando la banquina de pedregullo y agua estancada. Continúo adelante, sin demasiado entusiasmo. Los grillos se han callado hace rato y la ominosa noche parece querer tragarme. Tengo ganas de hacer sonar la bocina y así saberme no tan solo, o escuchar la radio, que sé descompuesta desde hace varios meses. Pero tan sólo sigo adelante.
Una luz rompe la monotonía negra. A un costado del camino hay una senda de tierra y un doble portón de madera. Un farol a mantilla cuelga de un largo palo a un costado del portón. Un hombre permanece recostado a los alambres que delimitan el terreno, sosteniendo distraídamente una escopeta de dos caños. He llegado a mi destino.
Mira mi Fusca con curiosidad. Es un hombre oscuro, de rostro como cortado a machete. Un sombrero le tapa la mirada. Hace un gesto vago e impreciso con la escopeta, señalando para adentro del terreno. Mientras me abre el portón susurra, confidente:
--Lo están esperando, periodista.
Una vez dentro, miro por el espejo retrovisor. El portero me saluda con la escopeta.
El reportaje de esta noche es algo especial. No todos los días se presencia una pelea de perros. Yo, por mi parte, jamás he visto alguna, salvo en alguna película. Y cubrir tal evento, ilegal por cierto, es algo tan insólito como inaudito. Sin embargo, he sido invitado con nombre y apellido. Me he granjeado un nombre como reportero “diferente” con varios asuntos delictivos, y mi tono imparcial y objetivo es respetado en el medio. Aún así, las razones de mi privilegio en esta noche son turbias. El Patrón ha aceptado mi persona sin peros, sin solicitarme límites, ni imponerme silencios. Tan sólo me ha hecho llegar una invitación verbal y el tosco mapa.
La reputación de El Patrón es legendaria. Vinculado anteriormente con la dictadura, hoy día se dedica a todo tipo de “negocios”. Una lista demasiado larga que aquí no merece espacio. Sólo puedo decir que una vez asistí a uno de sus combates de boxeo. A manos desnudas. El retador, un tal “Locomotora” Ortiz, terminó con conmoción cerebral. Se sacudía mientras lo sacaban en la camilla, espuma por la boca y espasmos en el cuerpo. Pregunté si lo llevaban a un hospital. Un tipo gordo, sentado detrás de mí, se río sonoramente. “Este pajero va directo al chiquero”, me respondió, mientras se guardaba el protector bucal de Ortiz como recuerdo. Después me enteré que el gordo tan sólo estaba siendo literal. Es así como El Patrón se libra de cualquier molesta evidencia.
La estancia es un solitario casco semiderruido a un par de kilómetros del portón que he dejado atrás. Estaciono el Fusca entre una docena de automóviles y camionetas, que aseguran la concurrencia de dicho evento. Matrículas de Montevideo, Punta del Este y Argentina. Evidentemente, hoy se celebra algún evento importante.
El Patrón me recibe en persona, flanqueado por dos corpulentos hombres, armados con escopetas iguales a la del portero. Nadie se sorprende de los hombres armados que caminan entremezclados con la asistencia rigurosamente masculina. Es El Patrón un hombre entrado en años, calvo, enjuto. En su cara llena de arrugas se destacan dos rasgos: los ojos negros hundidos en sus cuencas que parecen carecer de iris y ser sólo pupila, y el grueso bigote, negro como el cuervo, que tapa completamente su labio superior. Viste una camisa escocesa de brazos arremangados, con cuadros rojos y negros, unos pantalones pinzados de color caqui y mocasines marrones. Huele a sudor seco y tabaco, si bien parece no fumar o al menos no lo hace en mi presencia.
Bajo del Fusca que se pierde, modesto, ante la imponente compañía de los demás automóviles. Busco palabras apropiadas de saludo y me decanto por algo típico, sin gracia.
--Gracias por recibirme.
Mi voz suena cascada, mi garganta, seca desde que dejé Montevideo atrás, se carcome a sí misma, tragando una saliva que no tiene.
--Sí. –Contesta él sin mirarme siquiera. Su mirada vaga detrás de mí. Tanto El Patrón como sus dos guardaespaldas parecen concentrarse en el entorno. Lo veo respirar. Traga el aire con largas inspiraciones por la nariz. La boca, una línea apretada y fina supongo, es invisible bajo el bigote. Me siento lo suficientemente incómodo como para arrastrar estúpidamente los pies. Amago a caminar hacia alguna parte, si bien ellos no se mueven, ni parecen tener intenciones de hacerlo. Eventualmente, El Patrón parece abandonar su ensimismamiento. Me mira impasible, austero, indiferente. Comienza a caminar hacia el casco de la estancia. Los dos guardaespaldas me contemplan, inmóviles, hasta que lo sigo. Luego, nos escoltan a ambos de cerca. Tan cerca, que escucho sus profundas respiraciones mezclándose con la mía. Si El Patrón respira a la par nuestra, yo no lo escucho.
Me siento en la obligación de decir algo, de llenar con palabras el agobiante silencio que nos secunda, más pegado aún que los hombres con escopeta. El Patrón marcha adelante, abriendo paso entre los altos yuyos que rodean el edificio. Estamos bordeando la estancia.
--Desde ya quede tranquilo.—Comento.—No figurarán nombres ni lugares en el reportaje.
--Sí.—Repite él. Un solo y seco monosílabo, que parece cortar el aire. Busco desesperado decir algo, no sé por qué pero siento la necesidad de justificar mis nerviosos intentos de conversación. Algo tiene que hacer hablar a este hombre.
Llegamos atrás de la estancia. Un pequeño descampado, tierra seca cubierta de porquerías y desechos, sirve de antesala a un nuevo edificio. Todo el espacio está alumbrado por tres altos focos de mercurio. Una docena de grandes perros, pastores alemanes, mastines y algún gran danés, están echados en el suelo o se pasean lánguidamente sin prestar atención a los hombres que cruzan delante de ellos y entran en el edificio del fondo del terreno. Más indiferente es aún la treintena de gatos que pasean por el descampado, algunos de ellos acostado junto a los perros y particular atención despierta el siamés que porfía en atrapar la cola de un gran danés.
--Me extraña... —Digo, mientras intento abarcar con un gesto a los animales.
--¿Qué lo extraña?—Me interrumpe él, violentamente. Se detiene y su mirada me paraliza. Por primera vez, me mira directamente a los ojos. Inevitablemente, desvío la mirada. –Es todo cuestión de educación, amigo.—prosigue—Cuando se recibe la educación necesaria, todo queda claro, ¿estamos?.
No puedo contestarle. De entre los perros impávidos surge un Rott-Weiller negro como el carbón, que avanza con un trote corto y se detiene exactamente delante de mí. Me mira a los ojos y adivino los mismos ojos sin iris de mi anfitrión. Me estudia con detenimiento, sus músculos en tensión. La mandíbula entreabierta, los anchos dientes amarillos y un fino hilo de baba que oficia de cruce entre las fauces de la bestia. Un sudor frío se desliza entre mis omóplatos y la piel se me pone de gallina. No puedo ahora desviar la vista. El miedo a la muerte me hace contemplar a mi victimario casi con devoción.
• Ilustraciones realizadas por Ignacio Calero.
--Todo bien, Mimoso. Es amigo.—La voz de El Patrón rompe el sortilegio. Tanto el perro como yo soltamos el aire. Acto seguido, El Mimoso mueve el casi inexistente rabo con entusiasmo y apoya sus dos patas delanteras en mi pecho, demostrando ser casi tan alto como yo. En tal movimiento no existe ya ninguna animosidad y es pura alegría animal. A pesar de eso, no me atrevo a acariciarlo y me limito a dejarle hacerme todas las fiestas que quiera, intentando no trastabillar frente a su peso.
--No me gustaría ser enemigo.—Intento sonreír.
--Sí.—El eterno monosílabo vuelve a surgir como toda respuesta.
Con el perro corriendo alegremente alrededor de nosotros entramos al edificio que es nuestro destino. Es un alto y ancho galpón con un gigantesco pozo de concreto en el centro. Las paredes están con los bloques a la vista y alguna mano de cal a caprichosos intervalos. Unas veinte personas se reúnen junto al pozo. Este tiene unos dos metros de profundidad y se asemeja levemente a una piscina vacía, con tierra negra en el fondo. Los asistentes al evento me dirigen miradas hostiles. Salta a la vista de que mis motivos para estar aquí no son los mismos que los de ellos. Mientras trato de convencerme de que no fue un error venir, intento comenzar el reportaje.
--Espero no ser indiscreto... —esta vez me interrumpo solo. Simplemente no tengo el coraje para preguntar lo que tengo que saber. Es demasiado. Los perros. El pozo. Los hombres con escopeta. El Patrón. Me supera.
--Al grano, --El Patrón malinterpreta mi miedo con cortesía y me apremia rápidamente. --¿qué quiere saber?
Trato inútilmente de tragar saliva una vez más y prosigo.
--Sus problemas con El Lito...
Mis palabras quedan como sostenidas en el silencio. Los guardaespaldas cruzan una mirada ante el nombre pronunciado. Sin embargo, El Patrón responde casi con amabilidad.
--Ningún problema... está todo arreglado.
Se acerca al pozo de concreto y yo lo sigo. Su mirada se pierde nuevamente, esta vez en la tierra del fondo. Yo también miro la tierra seca y busco antecedentes de violencia en el pozo. No veo nada.
--De hecho... él trae el otro perro hoy.—agrega El Patrón luego de un momento, mientras mira hacia la puerta como esperando que sus palabras sean el pie de entrada de su antiguo contrincante.
El Lito es un caso de cuidado. Drogas, trata de blancas, conexiones en Barcelona y Milán. Negocios de alto vuelo. A simple vista, nada que lo relacionara con El Patrón, ya que deberían indefectiblemente moverse en diferentes esferas. Pero en un medio tan pequeño como Montevideo no tardaron en enfrentarse por motivos que nadie tiene del todo claros. Lo cierto era que sus problemas venían desde hace tiempo. Y entre ellos, había corrido mucho dinero y mucha sangre. Que estos problemas se hayan cuando menos aplacado es toda una novedad, que lamentablemente echa por tierra todo mi reportaje, ya que yo pretendía usar dicho conflicto como el nudo a partir del cual plantear todo este panorama. Aún así, siempre queda la pelea de perros.
Cuando la Pick Up estaciona frente al galpón, ya El Patrón y yo, junto con los eternos acompañantes con escopeta, estamos afuera. No somos los únicos. Todo aquel que estaba junto al pozo, sale a ver que ha traído El Lito. Lo primero que se escucha son los poderosos ladridos. El mastín ocupa casi toda la caja de la camioneta. De la parte delantera del vehículo baja El Lito y dos de sus hombres. Curiosamente, los tres llevan lentes oscuros, a pesar de la avanzada noche. El Lito no tiene aún cuarenta años. Es un hombre alto y nervudo. De tez oscura y pelo negro cortado muy corto. Viste un saco de color claro, casi blanco, con pantalones a tono. Pero lo que más llama la atención es su camisa, de color violeta y salmón con arabescos amarillos. A pesar del atuendo, desprende seriedad. Mira a su alrededor y no saluda. Nadie lo saluda a él tampoco.
Uno de sus hombres, un gordo de pelo largo, baja al mastín de la camioneta. Cuando el perro distingue a los gatos intenta por todos los medios lanzarse sobre ellos, pero el gordo sostiene fuertemente la cadena que lo sostiene por el cuello. Además, todos los perros del descampado parecen estar dispuestos a enfrentarse al mastín, y la noche se llena de furiosos ladridos. Son necesarios tres o cuatro hombres de El Patrón para tranquilizar a la jauría.
--Mis bichos se quieren entre ellos.—Me comenta El Patrón, haciendo caso omiso a El Lito, quien está parado junto a nosotros.—Para eso sirven los gatos. Ponen a tono a mis perros. Educación, ¿se acuerda?
No contesto y él no espera mi respuesta tampoco. Entramos de nuevo al galpón en apelotonado racimo: El Patrón y sus dos guardaespaldas, El Lito con los suyos, uno de ellos con el mastín, y en el medio de todos, yo. De alguna forma, El Mimoso ya está dentro del pozo de concreto. Todos los hombres vuelven a concentrarse alrededor del pozo, en riguroso silencio. La tensión pesa en el aire.
El gordo comienza a sacarle la cadena al mastín. Empiezan a correr las apuestas. Pero ni El Patrón ni El Lito prestan atención a nada. Se miran el uno al otro con detenimiento y comienzo a dudar que será de mayor importancia, si el cruento combate que se desarrollará entre los canes o la silenciosa reyerta entre los hombres.
El mastín salta al pozo, y con él, el publico estalla en un ensordecedor griterío. Los perros no pierden el tiempo en medirse. Al contrario de lo que yo esperaba, El Mimoso cobra ventaja enseguida, y muerde al mastín por el lomo. El mastín está desconcertado. El aire comienza a apestar a tufo de perro. Y a muerte.
El Mimoso muerde al mastín en la cabeza. El pellejo del perro se tiñe de sangre. El mastín deja de ladrar y gruñir para dejar escapar un sonoro gemido. Alguien lo putea desde el borde. El Mimoso muerde al mastín en el cuello. Da una corta sacudida y su boca se llena de la sangre enemiga. Alguien festeja. El Mimoso no tiene un rasguño siquiera. Todo ha terminado tan rápido que parece increíble.
El Lito comienza a gritar. Insulta al perro muerto, a El Mimoso, a sus hombres, a aquellos que ganaron con la pelea, a aquellos que perdieron. Pero yo no lo miro. Miro a los ojos a El Mimoso. La mirada del perro se cruza con la de El Patrón. Esa mirada de puras pupilas negras. Es un momento, un instante. El perro mira y comprende lo que su propietario le está pidiendo. Y salta afuera del pozo.
El Lito no logra girarse a tiempo. En todo caso, su movimiento contribuye a empeorar su situación. La mordida de El Mimoso es precisa como el corte de un cirujano. La garganta de El Lito se abre de lado a lado, y un reguero de sangre oscura salpica a todos. La sangre me baña y siento su sabor dulce. El Lito se desploma como un pesado fardo. Con el rabillo del ojo, veo como los hombres de El Patrón inmovilizan a punta de escopeta a los de El Lito. El gordo tiene medio caño de escopeta dentro de la boca. Gritan. Todo el mundo grita.
--¡Tranquilos, Che! ¡O van al chiquero también!
Trastabillo. Miro un momento a El Patrón, que me mira distraído. Luego apoya un pie sobre el cuerpo muerto de El Lito y lo hace rodar. El cadáver cae dentro del pozo.
Logro salir afuera. A la noche. Bajo las luces de mercurio. La arcada sube desde muy adentro de mi estomago y el vomito llena mi boca. Caigo de rodillas y el cuerpo se libra por sí mismo de su contenido. A pesar de eso, soy consciente de que El Patrón está detrás de mí. Lo escucho hablar, sobre el zumbido que llena mis oídos.
--Ponga todo en su reportaje, periodista. Para educar. La educación es lo más importante.
Mientras el horror llena mi cabeza, lo siento. Siento el cuerpo caliente que se recuesta en mí. Siento sus jadeos. Lo huelo. Y ya no sé que me revuelve más el estomago. Si el sabor de la sangre del hombre muerto en mi boca o que El Mimoso me hace fiestas de nuevo.
Montevideo
Noviembre de 2003
Este relato fue publicado en setiembre de 2006 por la editorial Artefato, en el libro "Perro Come Perro", que reune otros cuatro cuentos de Rodolfo Santullo.
También se hizo una versión en formato cómic, que fue publicado junto a otras historias, en el libro titulado "Crímenes" y editado por el Grupo Editorial Belerofonte en el año 2005.
Los dibujos estuvieron a cargo de Ignacio Calero.
13 comentarios en la red:
Está bueno el boliche como ámbito pseudocultural y no como propagador de violencia y terrajadas.
Asi que Umpi lee como un nene de 9 años? o su cuento parecía escrito por un niño de 9?
Saludos
Impresionante el cuento.
No me da ni para hacerte chistes sobre Dani Umpi.
Un cuento de la gran puta.
Un clima impresionante que me hizo cagar de miedo, especialmente a mí, que tengo "perrofobia" desde mi época de cobrador en barrios marginales. Porque yo también supe andar por las callecitas de Melilla en un fusca, en otros tiempos. Me encantó ese cuento, a pesar de cierta inverosimilitud de que se admitiera la presencia de un periodista en ese evento y se lo permitiera presenciar un homicidio. La atmósfera del cuento es oprimente y realmente transmite con nitidez el cagazo del protagonista.Un cuentazo.
La historieta no me gustó. El rotwailer que uno se imagina al leer el cuento es mucho más terrorífico.
Me ha gustado "Perro como perro". Da mucho miedo, como a mi me gusta.
Bueno, ahora sí.
En realidad, todo este artículo sobre la movida cultural de boliches en agosto, que la literatura, que la música, que los placeres intelectuales, no es otra cosa que una cortina de humo para (intentar) ocultar el verdadero propósito: ¡Fuiste allí para ver a Dani Umpi!!!
Y bien que coreabas cuando cantaba "Desesperada" con la solerita hecha con billetes de mil.
Y le pediste que te autografiara el "Dramática".
¡Jijiji!
Noooo!!!! Andal te vio haciendo todo eso???? Jajajaja. Muy bueno el post y que bueno que esta ciudad que nunca pasa nada se puedan tener propuestas culurales de este tipo. La pregunta del millon ¿Por que Dani Umpi siempre esta relacionado con lo cultural en este país? Creo que no estamos tan mal.
Creo que mi impresión al leer el post se vio reflejada en los comentarios... todo se desvirtuó desde el arranque con los cuentos de Dani Umpi y su escritura/lectura cuasi infantil jeje
Saludos!
Que buena movida, super interesante que de a poco se vayan generando más espacios y actividades donde la gente se pueda contactar y saber que hay otras personas con las mismas inquitudes. Muy bueno.
P.D. A mí "Perfecto" me caía super bien, como para ponerle un poco de rosa fuerte y unos voladitos de encaje, a ese Montevideo tan gris, pero TAN gris.:)
(Cont.) Con razón llamo y llamo a tu casa y nunca estás, seguro que andarás parrandeando con Dani Umpi por ahí.
Te llamé el sábado tipo medio día.
Peter:
Con las debidas disculpas, porque mi comentario no se refiere al cuento (que estoy leyendo de a poco), te digo que en este enlace que te pongo abajo, aparece nombrado tu alter ego y descuento que lo vas a disfrutar. Es, para mí, un artículo imperdible sobre los súper héroes.
Si no te gusta, a la papelera y más disculpas.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-130045-2009-08-16.html
Un abrazo
Pasando que hay lugar...
Joker, mientras Dani Umpi leía, quienes estábamos en la mesa de Rodolfo, debatíamos sobtre si el tipo es o se hace... no me mal interpretes, me refiero a que si realmente leía como un escolar que redactó "La vaca" o es parte de su personaje.
Andrea, yo te hacía en el boliche, pero por la hora era de suponer que estabas en el liceo.
Y sí Andrea, como un vil truán utilicé la invitación de Rodolfo como una mera excusa. Mis verdaderos intereses eran estar cerca de Dani Umpi y deleitarme con su voz. ¡Pero no cantó!
Santi, antes que nada es un placer tenerte nuevamente por el rioba.
Imaginate lo que fue escuchar el cuento en la propia voz de su autor. El suspenso te mataba y yo me imaginaba que el periodista era el próximo plato del "mimoso".
Que no te haya gustado la versión historieta es válida. A muchos les pasa (nos pasa), que leen un libro y les parece genial, se imaginan los personajes, las situaciones y los entornos, pero cuando sale la versión cinematográfica se lleva flor de desilusión.
Te mando un abrazo.
Olivia, me quedo muy contento con tu impresión sobre el cuento. Esta semana estaré publicando en el blog, algunas cosillas del genial Lovecraft.
Besos.
Corto, después de la lectura de Rodolfo tendrías que haber leido vos, alguno de tus "cuentos pal mate", para que la tertulia siguiera en el mismo tono y no tener que escuchar que "mis padres una vuelta fueron a Valizas. Se robaron una palmera y se la llevaron para casa. La pobrecita se murió."
¡Arranca la semana de Lovecraft!
Nico, con Dani todo el clima que se había generado... se degeneró.
Te debo unas cuantas visitas. Abrazo.
Querido Antihéroe, lamento mucho los desencuentros telefónicos. Hoy de noche sin falta te llamo y hablamos tranquilos... si es que Dani me deja, porque se pone muuuy celoso.
Fernando, tus aportes nunca son molestias. Muchas gracias por acordarte siempre y seguir colaborando. Después leo la nota.
Saludos.
Ah, pero fui ayer sábado al Bar Iberia a llorar de risa con Esmoris.
No tiene el glamour de Dani Umpi, claro...
Me hubiera gustado ir al Bar Iberia después de lo que leí en el programa del MEC.
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